20 de febrero de 2018
EN LAS NUBES
Lo de Francia (Uno de dos)
Carlos Ravelo Galindo, afirma:
Más parecido a su madre alemana y a su abuela polaca que a sus progenitores franceses y borbones, Luis XVI era un joven príncipe de veinte años de edad de parecer físico semiatletico, alto, corpulento, pero con una gran desgracia para su patria: padecía un desarrollo mental retardado.
(Entre paréntesis, como en el que tenemos en México)
Ya púber y casado con María Antonieta, con la cual estuvo siete años sin poder consumar el matrimonio, lo que para la constitución endocrina de ella era un verdadero fracaso.
Esta reina consorte ha pasado a la historia con más fama de frívola que de perversa, y por dos grandes vicios: el juego en el que apostaba sumas enormes de dinero, y el gusto por coronar diariamente al rey con sendos cuernos. Mientras él dormía, hacía llevar a su lecho a numerosos y variados amantes.
Luis XVI no tenía otra pasión que la caza, de la cual llevaba puntual anotación; el día que no lograba cazar alguna pieza escribía la frase “hoy nada”.
El nada reaparece en días trágicos para la Corona y el Estado. ¡Nada! Este nada es Luis XVI. Casi siempre se puede ser nada o nadie y actuar como papa, rey o emperador, pero en épocas en que se impone un cambio de régimen, el rey-nadie es la victima de todos los errores futuros, presentes y pasados.
Nos recuerda nuestro amigo Fernando Calderón Ramírez de Aguilar que la mala e inconveniente personalidad de sus antecesores (petulancia de Luis XIV y poltronería de Luis XV), habían impedido el gradual desarrollo de un nuevo sistema de gobierno en Francia.
Y, añade nuestro médico que esas cortes eran más bien propicias para China que para la corte gala de Versalles según juzga el excelente historiador Hippolyte Adolphe Taine.
Muchos autores mencionan que al parangonar a China con Versalles se injuria a los mandarines que eran letrados, conocían sus clásicos y mantenían una dignidad oficial.
Cuando nació la primogénita María Teresa Carlota, María Antonieta exigió reducir a ochenta personas la servidumbre para una niña de dos meses, en tanto que la de cada uno de los hermanos del rey alojados también en Versalles pasaba de 600 entre guardias y criados.
Tal era el estado que guardaba el Palacio en esa época para cuidar a sus Astros y su Sol: el conde de Artois, el conde de Provenza, María Antonieta y Luis XVI.
En cambio, Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, define a un noble francés de su época como “uno que tiene antepasados y está cargado de deudas y de pensiones”, invoca Calderón.
La nobleza abandonó al rey de la manera más cobarde. Éste había perdido conciencia del deber y olvidado a lo que lo obligaban sus privilegios. Incluso la reina se refería a su marido el rey como un pobre hombre.
Aunque pobre de cacumen, el rey comprendía perfectamente la situación y trataba de rodearse de ministros que entendieran de negocios. Su problema principal era como acabar tanto con el déficit actual como con el acumulado por los dos reinados anteriores.
Deseaba reorganizar interiormente el país, reglamentar el comercio y abolir el feudalismo. Pero para lograrlo, había que imponer nuevos impuestos y mejorar el reparto de los antiguos, así como y dar esperanzas de que todos estos impuestos ayudarían a solucionar los conflictos.
Preparados por la filosofía de aquel siglo entusiasmaron los proyectos de dos ministros de hacienda que en su momento llegaron a ser inmensamente populares y que el rey favoreció hasta el punto de darles gran poder.
Anne Robert Jacques Turgot, barón de L’Aulne, más conocido como Turgot y Jacques Necker. Uno partidario del libre comercio sin trabas, y el otro decidido estadista, inclinado a intervenir los precios y regular la oferta y la demanda. Al parecer, ambos fueron honestos, honrados, tenaces, inteligentes y generosos.
Turgot esperaba que, sin regular el comercio, habría abundancia natural de harinas y granos. En ese tiempo, la mitad del presupuesto de una familia de obreros era para pan, pero, como siempre, surgieron los monopolizadores y las malas cosechas y fallas de la economía, el producto se encareció y se generó lo que se llamó la guerra de las harinas por lo que Turgot tuvo que dejar el puesto.
Lo sucedió Necker, un ginebrino calvinista sólo medio francés.
Gracias a un artículo que publicó sobre el comercio de trigos que le dio fama de supereconomista, los ministros empezaron a consultarle y en 1776 el rey le llamó para suceder a Turgot.
Era incorruptible y de costumbres irreprochables. Su tratamiento fue combinar su economía con la de Turgot mediante unos empréstitos colosales. La estrategia no era mala, y por eso duró en el cargo más que Turgot.
De no haber habido otros problemas políticos y sociales que resolver al mismo tiempo, acaso se hubiera evitado la revolución. Otros ministros comprendían que eran sólo paliativos para ganar tiempo y proponían otros remedios.
Como la división de Francia en provincias con asambleas regionales y municipales que hubieran acabado por producir una entera reorganización del reino. Nos recuerda Calderón Ramírez de Aguilar que en esa época Francia era una monarquía absolutista.
El territorio nacional estaba dividido en treinta provincias gobernadas por intendentes que eran verdaderos simulacros del poder real. Algunas eran antiguos reinos anexionados a la Corona de Francia, en tanto que otras eran generalidades de creación reciente.
El caos administrativo aumentaba día con día y el gobierno se sostenía fundamentalmente con empréstitos, es decir, préstamos de particulares al Estado. En 1786, Charles-Alexandre de Calonne, que había sucedido a Necker, comunicó mediante una Memoria el estado deplorable del tesoro con déficits anuales de cien millones de libras, y anunció que venía la ruina total del edificio del Estado.
Propuso medidas tales que, al ver dudar al monarca, le planteó que consultara a una Asamblea de Notables antes de proceder a las reformas. En su ingenuidad de pobre hombre, el rey creyó que de ello podría venir la salvación. Los notables tenían que reunirse en Versalles el 20 de enero de 1787. Escogidos arbitrariamente en la Cámara Real, había entre los notables sólo seis del brazo popular; los demás eran príncipes de sangre, prelados, nobles, magistrados, presidentes de municipios, todos de las clases privilegiadas.
De entre los nobles únicamente descollaba el Márquez de La Fayette, que contaba con el prestigio que le daba su romántica intervención en la revolución estadounidense. Algunos nobles eran personas cultas y, por separado, cada uno hubiera aprobado las reformas, pero reunidos y en la práctica, no estaban dispuestos a sacrificar sus privilegios. La nación presenciaba dicho experimento con maligna curiosidad. La realidad era que Calonne deseaba era obtener más recursos mediante impuestos con un fantasma de representación nacional y vociferaba de las canonjías anteriores. Algunas voces decían que “Es un ultraje a la nación tratar de cambiar el régimen sin convocar un Parlamento donde estaría representado el brazo popular”. De ahí surgió la terrible sentencia por parte del procurador de Aix que decía que “Ni esta asamblea de notables, ni otras asambleas parecidas, ni aun el rey, pueden imponer este impuesto territorial. Únicamente tendrían derecho a hacerlo los Estados Generales o Parlamento general de todo el reino, elegido por el pueblo”. Jurídicamente, el procurador de Aix tenía razón: la monarquía absoluta había usurpado derechos a los que nunca había renunciado la nación. La Fayette propuso que posteriormente se convocara a una Asamblea Nacional. El nombre era insólito. Se le preguntó si lo que quería decir eran los Estados Generales, y contestó, “Si mis señores, y hasta algo más que esto”.
La Asamblea de Notables terminó sus sesiones el 25 de mayo. No había durado ni medio año y acabaron por declarar que se confiaban al buen juicio del rey para decidir sobre los impuestos. En una palabra, abdicaban de un poder que podían reclamar o conquistar entregándose de pies y manos a la majestad real, con lo que justificaban el absolutismo borbónico. Estos son los antecedentes importantes de la revolución que es necesario conocer para entender la absoluta incompetencia de las clases privilegiadas. Como hoy en día sucede en México. Es interesante decir que los escritores reaccionarios atacan a los sin calzones, a los descamisados, a los rotos, al pueblo, al tercer Estado o brazo popular. Parecen decirnos que hay que precaverse contra los de abajo que son como bestias feroces en los motines y degollinas de la revolución. Olvidan cuanto mal causaron los de arriba por su testarudez e ineptitud. En realidad, una revolución no es el paso de un régimen a otro régimen, es el paso de un sistema de gobierno a la anarquía. Y de la anarquía tiene que nacer un nuevo régimen porque el antiguo no tiene vitalidad para reformarse gradualmente.
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